La imagen de un petrolero bajo custodia estadounidense revela mucho más que un operativo naval. Es la metáfora perfecta del estilo de intervención que Donald Trump ha querido imponer en la región: un puñetazo sobre la mesa ajena mientras su propio país sigue partido en dos. Estados Unidos, bajo su mando, ha vuelto a comportarse como si todavía dictara reglas en un hemisferio que ya no le pertenece por completo.
El presidente estadounidense anunció con júbilo la incautación del buque frente a la costa venezolana. “El más grande jamás incautado”, presumió, como si se tratara de un trofeo personal y no de un acto de fuerza en aguas que no le corresponden. No explicó las razones, no presentó pruebas, no respondió con claridad sobre el destino del petróleo. Solo lanzó una frase que retrata su visión del mundo: “asumo que nos quedaremos con él”. En cualquier otra nación, ese desdén por la legalidad sería inaceptable. En Trump, se volvió rutina.
Pero mientras el mandatario se cree sheriff global, su país enfrenta fracturas profundas. Las tensiones raciales, polarización política, violencia interna, un Congreso dividido y una nación que parece incapaz de ponerse de acuerdo ni siquiera en sus problemas más básicos. Sin embargo, la Casa Blanca insiste en mirar hacia afuera, como si fabricar enemigos externos fuera más sencillo que atender el país que tiene en llamas por dentro.
En este tablero desequilibrado apareció un nuevo jugador. Se trata de Vladimir Putin. Y con él, la advertencia implícita de que a Estados Unidos ya no le basta con lanzar órdenes al viento. El Kremlin respondió con una llamada directa a Nicolás Maduro, reafirmando su apoyo político y militar, y recordándole al mundo que Venezuela no está sola. En lenguaje diplomático, el mensaje es claro: si Washington quiere seguir tensando la cuerda, lo hará con Moscú sentado en la otra punta.
Ese respaldo ruso convierte la escalada en algo mucho más serio. Washington ya desplegó su mayor presencia militar en el Caribe en décadas y ejecuta operaciones que han dejado casi un centenar de muertos bajo el argumento —jamás comprobado— de combatir el narcoterrorismo. Ahora, la injerencia estadounidense choca con un aliado dispuesto a mover piezas pesadas en el tablero global. En este escenario, cualquier movimiento mal calculado podría teñir de “color de hormiga” la situación para Estados Unidos, habituado a operar sin contrapesos en la región.
Trump insiste en que los días de Maduro están contados. Pero la historia demuestra que los presidentes estadounidenses suelen equivocarse cuando subestiman el peso simbólico y estratégico de los apoyos externos. Ya les pasó a varios con Fidel Castro. Lo intentaron derrocar y matar más de 600 veces. Nunca pudieron. Venezuela, golpeada y en crisis, sigue resistiendo no por fuerza interna, sino porque grandes potencias ven en ella un punto clave de disputa.
Mientras Trump se lanza a capturar buques ajenos, la pregunta es otra: ¿cuánto más puede tensar el mundo sin mirar el incendio que consume su propia casa? En su afán de mostrarse fuerte, podría estar abriendo una puerta que Estados Unidos no puede cerrar solo. Y Putin ya hizo su jugada.

