En toda democracia existen opositores: voces que cuestionan, que discuten, que contrastan el rumbo del gobierno. Ese juego natural de fuerzas es indispensable para evitar el estancamiento y el abuso. Pero en México convive otra categoría de adversarios: aquellos que han decidido que la política solo tiene sentido si puede usarse como arma.
Son personajes que no buscan el diálogo, sino el agravio; que no quieren equilibrio, sino desestabilización. Y en días recientes quedaron vinculados con el “secuestro” de la marcha de la llamada Generación Z, una movilización que nació genuina y terminó envuelta en violencia, como si alguien hubiera apostado porque el caos diera dividendos políticos.
El episodio dejó varias preguntas, entre las cuales sobresale la siguiente: ¿quiénes se beneficiarían de que una protesta juvenil —espontánea en su origen— terminara en un desastre? Tres nombres aparecen una y otra vez entre los señalamientos públicos. Tres personajes que, con poder económico, político o mediático, se han convertido en enemigos declarados del gobierno y que ven en cada tensión social una oportunidad para golpear.
El primero es Ricardo Salinas Pliego, magnate que ha hecho buena parte de su fortuna al amparo del poder político. Dueño de comercios, bancos y telecomunicaciones, se convirtió en un opositor frontal a los gobiernos de la Cuarta Transformación. En los últimos años recurrió a ataques y amenazas desde sus plataformas, especialmente TV Azteca, donde su programación se convirtió en un altavoz permanente de descalificaciones.
Se hizo de la televisora, en parte, gracias a un préstamo que le hizo el hermano del expresidente Carlos Salinas de Gortari, Raúl, de casi 30 millones de dólares. Pero nada lo exhibe más que su batalla fiscal: dos décadas esquivando el pago de impuestos mediante maniobras jurídicas y el amparo de la antigua Suprema Corte. El 13 de noviembre, ese ciclo terminó: deberá cubrir más de 48 mil millones de pesos en ISR, recargos, multas y actualizaciones.
La semana pasada dos de sus casinos fueron clausurados, por presunto lavado de dinero. Desde entonces, sus ataques han escalado. Ha insultado directamente a la presidenta Claudia Sheinbaum, e incluso ha sido señalado como uno de los artífices de la violencia que estalló en el Zócalo. En sus manos, la protesta fue combustible para un guion que necesita conflicto para sobrevivir.
El segundo es Alejandro Moreno, dirigente del PRI, un partido que redujo a patrimonio personal. La desbandada de cuadros históricos lo dejó rodeado apenas de quienes están dispuestos a aceptar su dominio. Investigado en Campeche por peculado, operaciones con recursos de procedencia ilícita y transferencias sospechosas que terminaron en cuentas familiares, Moreno ha preferido convertir sus escándalos en ataques contra el Gobierno federal.
Lo mismo ha acusado a Sheinbaum de encabezar un “narcogobierno” que ha promovido en Estados Unidos una narrativa de intervención, disfrazándose de demócrata perseguido. Su columna en El Universal, donde también escribe la excandidata presidencial Xóchitl Gálvez, es una plataforma para esa estrategia.
El tercer actor es Claudio X. González Guajardo, heredero de una élite que prosperó durante los 36 años del ciclo neoliberal. Su ONG, Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, se ha convertido en el centro de operaciones de campañas mediáticas contra la Cuarta Transformación. No es nuevo en esta táctica: su padre fue uno de los artífices de la guerra sucia contra López Obrador en 2006. El hijo sigue el guion con celo, insinuando incluso escenarios como el de 1973 en Chile, cuando un golpe de Estado derrocó a Allende. Los medios donde más presencia tiene son Reforma y El Universal.
Tres figuras, tres estrategias que convergen en un patrón, que es el de la desinformación, el chantaje político y la amenaza directa como herramientas de oposición. Su interés no es el debate público ni la construcción democrática, sino recuperar privilegios perdidos. Por eso la marcha de la Generación Z era perfecta, una protesta juvenil, emocional, legítima, que podía ser moldeada para terminar en un episodio de ruptura nacional. Un final trágico habría sido útil. Un símbolo conveniente. Una bandera para demostrar que el país está fuera de control.
Pero la pregunta que queda en el aire es más amplia que la coyuntura: ¿cuánto poder pueden acumular tres adversarios dispuestos a incendiar lo que sea necesario para sostener su narrativa? ¿Y cuánta responsabilidad tienen los medios que les abren espacio sin cuestionar sus intenciones?
Al final, el verdadero debate no es sobre oposición, sino sobre límites. México necesita discrepancia, sí, pero no una que florezca sobre la mentira y la manipulación. La democracia exige contrapesos, no sabotajes. Y cuando los opositores más ruidosos son también quienes más perdieron con el fin del viejo régimen, conviene preguntarse si su enojo nace del país… o de sus propios bolsillos.
El Universal y Reforma
Durante los gobiernos de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, varios medios mexicanos operaron bajo una lógica donde la publicidad oficial definía buena parte de su estabilidad financiera y, en consecuencia, de su narrativa pública. No es casual que uno de los periódicos más influyentes del país, El Universal, recibiera más de 2 mil 092 millones de pesos en esos tres sexenios, de acuerdo con la información dada a conocer por la Presidencia de la República el 4 de agosto de 2021. Ese flujo millonario no solo garantizaba ingresos: moldeaba prioridades editoriales, suavizaba críticas y mantenía una relación política cómoda entre prensa y poder.
Con la llegada de la 4T ese esquema se desmoronó. La drástica reducción de recursos no solo afectó los balances financieros de los medios, sino también su tono. El periódico que otrora presumía equilibrio se transformó, casi de inmediato, en uno de los actores más beligerantes del debate público. ¿Coincidencia? Más bien, evidencia de que esos millones explicaban silencios, enfoques y lealtades que hoy resultan imposibles de sostener sin la misma inyección económica.
Reforma, que recibió 987 millones de pesos durante los gobiernos neoliberales, también según la información presentada por el propio expresidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, modificó su posición. Aunque su monto fue menor, el medio se volvió un espacio recurrente para las voces más radicales de la derecha mexicana. Sus portadas reflejan una narrativa donde cada problema social se amplifica y se interpreta como signo inequívoco de crisis nacional, mientras los antiguos beneficiarios del viejo régimen encuentran tribuna asegurada.
Lo preocupante no es la crítica —fundamental en cualquier democracia—, sino la manipulación del contexto. Estos medios han construido un relato en el que el país aparece en un colapso permanente, ignorando matices y priorizando la confrontación.
Además de perder objetividad, perdieron ingresos.

