En 1984, tres científicos se encerraron en un laboratorio con un objetivo que parecía una quimera: construir un circuito capaz de mostrar, a escala visible, los comportamientos más misteriosos del universo cuántico. John Clarke, Michel H. Devoret y John M. Martinis trabajaban con superconductores, materiales que conducen la corriente sin resistencia eléctrica, separados por una delgada capa no conductora: la unión Josephson.
Nadie imaginaba entonces que ese diminuto chip, sostenido entre pinzas y cubierto por una maraña de cables, sería la semilla de una revolución científica que, cuatro décadas después, merecería el Premio Nobel de Física 2025.
En aquel laboratorio, los tres físicos se enfrentaron a una pregunta tan vieja como la mecánica cuántica: ¿hasta qué punto puede un sistema grande comportarse como si fuera una partícula? Es decir, ¿existe un límite para los efectos cuánticos? La respuesta comenzó a delinearse cuando lograron observar, dentro de su circuito macroscópico, el llamado efecto túnel: el instante en que una partícula atraviesa una barrera de energía que, según la física clásica, debería ser infranqueable.
De acuerdo con varios medios europeos y resvistras especializadas, el experimento fue una danza de precisión. A través de sus mediciones, Clarke, Devoret y Martinis descubrieron que la corriente fluía sin voltaje, y luego, de manera súbita, el sistema escapaba de ese estado mediante el efecto túnel. El voltaje emergente fue la firma de lo imposible. Por primera vez, el fenómeno se observaba no en el terreno teórico ni en las partículas subatómicas, sino en un dispositivo que cabía en la palma de una mano.
Lo que siguió fue la confirmación de otro principio esencial: la cuantización de la energía. Los tres científicos demostraron que su sistema no podía absorber ni emitir cualquier cantidad de energía, sino solo valores específicos, tal como predice la mecánica cuántica. En otras palabras, un circuito eléctrico, aparentemente ordinario, obedecía las mismas reglas que rigen a los electrones y fotones.
Cuatro décadas más tarde, el eco de aquel hallazgo sigue retumbando. Este martes, la Real Academia Sueca de Ciencias anunció que Clarke, Devoret y Martinis recibirán el Premio Nobel de Física 2025 “por sus experimentos con un chip que revelaron efectos cuánticos macroscópicos”. El Comité Nobel destacó que su trabajo “ha brindado oportunidades para desarrollar la próxima generación de tecnología cuántica, incluida la criptografía, las computadoras y los sensores cuánticos”.
John Clarke, nacido en 1942 en el Reino Unido y doctor por la Universidad de Cambridge, es profesor en la Universidad de California, Berkeley. Michel H. Devoret, francés, formado en la Universidad Paris-Sud, enseña en Yale y en la Universidad de California. John M. Martinis, estadounidense, doctor por la misma institución donde trabaja Clarke, es profesor en la Universidad de California, Santa Bárbara. Tres trayectorias que se cruzaron en un momento crucial de la física moderna y que hoy convergen en un mismo reconocimiento.
“Es maravilloso celebrar cómo la mecánica cuántica, con un siglo de antigüedad, ofrece continuamente nuevas sorpresas”, afirmó Olle Eriksson, presidente del Comité Nobel de Física. Y no exagera: los efectos observados por el trío en los años ochenta sentaron las bases de los qubits superconductores, los bloques fundamentales de las actuales computadoras cuánticas.
El propio Clarke lo resumió por teléfono, minutos después de conocer la noticia del Nobel: “Esto conduce al desarrollo de la computadora cuántica. Nuestro descubrimiento es, en muchos sentidos, la base de todo esto”.
No se trata solo de una afirmación simbólica. En 2019, el equipo de Martinis alcanzó un hito que parecía ciencia ficción: su computadora cuántica resolvió una tarea en apenas 200 segundos, mientras que la supercomputadora más grande del mundo habría necesitado 10,000 años. Era la confirmación de que los principios observados en 1984 no solo sobrevivían al paso del tiempo, sino que impulsaban una nueva era tecnológica.
La profesora Lesley Cohen, del Imperial College de Londres, celebró la noticia: “Su trabajo ha sentado las bases de los qubits superconductores, una de las principales tecnologías de hardware para las tecnologías cuánticas”. En la misma línea, Ignacio Cirac, director del Instituto Max-Planck de Óptica Cuántica en Alemania, consideró que “sus experimentos han sido cruciales para los avances en tecnologías superconductoras que hoy se aplican en muchos ámbitos, en particular en los ordenadores cuánticos”.
El reconocimiento a Clarke, Devoret y Martinis llega justo un año después de que el Nobel de Física 2024 recayera en John J. Hopfield y Geoffrey E. Hinton por sus investigaciones en aprendizaje automático, la base de la inteligencia artificial. Ambas disciplinas —la cuántica y la IA— marcan la frontera del conocimiento contemporáneo y cumplen, de algún modo, la promesa de Alfred Nobel: premiar a quienes confieren el mayor beneficio a la humanidad.
Mientras tanto, el calendario del Nobel 2025 continúa su curso: el 8 de octubre se anunciará el de Química, el 9 el de Literatura, el 10 el de la Paz y el 13 el de Ciencias Económicas. Pero, por ahora, la historia que comenzó en un laboratorio hace cuarenta años recuerda que, en la ciencia, los descubrimientos más revolucionarios pueden caber en un chip del tamaño de una moneda.