Tuve un abuelo muy sabio. No estudió, apenas si sabía leer, pero con sus historias ponía en marcha al mundo. Era como el abuelo de Saramago. El hombre más sabio y feliz —palabras que llevan la misma suerte— que he conocido. No ambicionaba bienes materiales; quizá dejarles profesión a sus hijas e hijos. No quería que vivieran las cuestas que él y su esposa, mi abuela Carmela, tuvieron que pasar. Era campesino. Se conformaba con su huerto frutal. Amaba como nadie a la naturaleza.
Tenía muchos perros, una jauría. Ellos, alegres, cuando lo veían llegar, no paraban de ladrar y saltar; él, igual de feliz, los abrazaba como un chiquillo. Tenía alrededor de setenta años y no podía contener la risa que le provocaban. En su pobreza, daba de comer a sus perros tortillas. No era un manjar, pero gustoso las repartía. Mientras lo hacía, decía sus nombres: Pinto, Barbas, Cara sucia… Esperaba sentado en las escaleras de su casa a que acabaran de comer. Les tarareaba canciones y sus perritos, complacidos, movían la cola. Terminando este ritual, que bien podía ser una conexión divina, se metía a su casa. Cenaba junto a su esposa.
Por la mañana, cuando el alba clareaba la belleza sublime de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl por el oriente, comenzaba su jornada. Saludaba a sus árboles como si fueran personas —para él quizá lo fueran, al fin son seres sintientes—. Se lavaba la cara en una pileta que cubría de sombra un capulín enorme donde, en varias ocasiones, caché a mi abuelita trepada en sus ramas cosechando sus frutos. Allí también, en tiempos de lluvias, atrapé sapos que dejaba por regaño de ella. Un año, en esa misma pileta, hubo muchos ajolotes. Por cierto, seguimos con la pileta, en primavera su agua era fresca, pero en invierno una capa de hielo la cubría. Qué dolor de huesos lavarse las manos en ese tiempo tan frío.
Volvamos a mi abuelo. Por cierto, se llamaba Luis, como mi papá, como mi hermano, como mi sobrino… Por eso, decir su nombre, Luis, es decirlos todos. Los que hubo, los que vendrán. Se confunden, gradualmente, en el tiempo. Tenía un porte de gran caballero aun cuando en la siembra se ponía la ropa hecha jirones. Un suéter con hoyos que hacía par con sus zapatos y con su sombrero. Así cultivaba la tierra. Sembraba maíz, frijol, chícharo, calabaza; cosechaba en otoño tantas cosas que me gustaba estar con él cuando en botes y costales los separaba. Peras, manzanas, elotes, nopales, calabaza, haba.
—Toma una pera, hijo —me decía amoroso.
Yo tomaba la más grande y con él nos íbamos a sentar a la nopalera. Comíamos gustosos y el tiempo mismo se detenía. Mi abuelo era capaz de detenerlo por escasos segundos. La nopalera estaba enclavaba en una colina; subíamos para ver desde ahí todo el terreno. Me platicaba historias de cuando tuvo que luchar con otros hombres, en contra del otro pueblo.
—Nos querían invadir los terrenos, por eso acudimos todos. Querían quemar las casas. Así que nos fuimos contra ellos, hijo. Ahí donde comienza a subir el cerro.
Me señala el pueblo contiguo que se encuentran pasando La Joya, en el cerro de Xicomulco. Muchas veces llegamos hasta allá caminando. Desde ese cerro se ve nuestro pueblo de Oztotepec y, más allá, el monte. Nuestro monte es enorme, uno se pierde ahí. Es misterioso.
Cuando acabábamos nuestra pera, nos incorporábamos al trabajo. Me decía que fuera a dar de comer a los animales. Era feliz con los borregos. Siempre fueron mis consentidos. Como él con sus perros, yo les puse a todos nombres. Me la pasaba admirando como comían y rumiaban la alfalfa fresca. Me gustaba acariciarlos. A veces, sin autorización de mi abuelo, los dejaba libres. Las primeras veces se me fueron para todos lados y tuve que, asustado, avisarle. Nunca me regañó ni reprendió sino, sospecho ahora, me dejaba que actuara libre. Siempre privilegió la libertad. Así aprendí a dominar el rebaño.
De él también aprendí el buen trato a los animales. No lo justifico, pero cuando debían sacrificar algún borrego o un guajolote para consumo o venta, siempre era mi abuelita la que hacía el trabajo sucio. A él no le gustaba ver sufrir a los animales. Muchas ocasiones le pregunté por qué no le ayudaba a mi abuela a sacrificar a un animal. Me respondía que le daba dolor.
—No puedo, hijo. Me da dolor sacrificar un animalito. Yo mismo lo críe desde pequeño y no puedo matarlo. Pobre de tu abuelita que tiene que hacer ese trabajo.
La única vez que lo vi maltratar a un animal fue el día que los perros se metieron al corral de los pollos y los mataron a todos. Sobrevivió un pato, que era de mi hermana, pero nunca fue el mismo. Al poco tiempo se murió de tristeza. Se sentía solito sin sus amigos. Ese día corrió a sus perros. Váyanse por allá, les dijo, no quiero volver a verlos. Los perritos, apenados, no regresaron en todo el día. Ya en la noche se escuchaba que andaban por ahí cuidando la casa y a mis abuelos que vivían solos. Cuando en la madrugada recordó que no les había dado de comer, se levantó de la cama y, en secreto, pues mi abuelita seguía muy molesta con los perros (los pollos serían vendidos dos semanas después, en la fiesta del pueblo), fue a darles de cenar.
—No estuvo bien lo que hicieron, Barbas, Pinto, Wero. Nos dejaron sin centavos. Pobre de mi esposa, ella los crio y ahora no tiene nada. El dinero se fue a la basura.
Los perros, todavía apenados, agachaban la cabeza. Comían, pero con lamento. Esa vez no les tarareó canciones. Se metió a casa, triste también. Las ilusiones se fueron por largo tiempo después de la matanza de los pollos. Mi abuelita, cada que veía un perro, lo corría a pedradas; mi abuelito no decía nada, pues sabía que tenía la razón en estar tan molesta. Él solo se agachaba como sintiendo la pena también. Se apuraba a limpiar la pepita para el pipián.
Era curioso, mi abuelita siempre fue la que le apuraba el dinero. Si no te apuras no vamos a comer, le decía constantemente. Él la veía y le sonreía. Mi abuelita entonces se sonrojaba. A esa edad todavía estaban muy enamorados.
Se iban a vender lo que cosechaban a otro pueblo, en otra parte que desconocía. Yo siempre los quise acompañar, pero nunca me dejaron. Decía mi abuelita que era peligroso bajar a la ciudad, que si me perdía jamás regresaría.
—No, hijo. No puedes ir con nosotros. Es peligroso. Nosotros andamos vendiendo y no te podemos cuidar. Allá abajo —señalaba la ciudad desde nuestro pueblo, que se veía llena de edificios— hay mucha gente y muchos carros. Mejor quédate aquí con tus papás mientras volvemos.
Se me hacía eterno que volvieran. Cuando lo hacían era muy feliz. Mi abuelito siempre traía pan de dulce y me dejaba escoger a mí el pan que más me gustara. Cenábamos felices nosotros tres, nadie nos molestaba. Mi abuelita nos servía caldo de pescado y luego llegaba la hora del café (aunque a mí me daban leche de vaca). De la bolsa sacaban los panes de dulce y yo sacaba de algún escondite el pan que había tomado en confidencia con mi abuelito. Mi abuelita nos sonreía también.
Terminada la cena nos íbamos a echar pastura a los caballos y a las vacas. Yo echaba rastrojo mientras él iba por agua. Entonces yo charlaba con los caballos. Uno se llamaba Rayo y la otra, la yegua, Morena. Mi abuelito no me dejaba acercarme mucho a los caballos, pero yo me las ingeniaba para poder estar con ellos cuando comían. Les acariciaba la grupa y ellos, con su trompa, me arremolinaban el cabello.
—Ayúdame, hijo. Ya las fuerzas se me van. Ya me hice viejito. Ya no aguanto como antes.
Cuando decía esto, sentía cómo mi corazón se apachurraba. Yo no quería que muriera nunca. Siempre lo había visto fuerte, por la mañana lo era. Se cargaba costales de chilacayotes y nopales para ir a vender. Del huerto a la parada del camión era cerca de un kilómetro de camino y todo era cuesta, pues estaba casi en La Joya, por las barrancas. Hasta allá tenía su terreno mi abuelito. Bien lejos. Desde ahí subía su mercancía. Mi abuela, mujer recia, se echaba en la espalda también un costal con peras y manzanas mientras en una mano llevaba el bote del pipián. Qué vida tan dura la de mis abuelos, ellos jamás se quejaron de su vida, pero lo cierto es que era muy pesada.
Cuando no iban a vender se quedaban a sembrar y a limpiar la nopalera. Yo ayudaba también, pero no me gustaba, lo mío era cuidar los animales. Llegué en varias ocasiones, cuando mis abuelitos no estaban, a sacarlos a todos. El rebaño incluía: borregos, cabras, vacas, caballos, guajolotes, una que otra gallina y los perritos que siempre nos cuidaron. Y así nos íbamos hasta La Joya. Ahí pastaban felices mientras los guajolotes y pollos se alimentaban de chapulines, que entre las flores había a montones. Yo me ponía a leer. Del librero de mi papá tomaba un libro y me lo traía conmigo a la casa de mis abuelos y luego lo echaba al morral cuando me iba a cuidar los animales a La Joya. Me gustaba mucho sentir la conexión con la naturaleza. En el cielo surcaban las águilas y en los encinos se veían ardillas y conejos. Subía por lo regular antes del anochecer, calculaba el tiempo cuando las aves comenzaban a regresar a los árboles a buscar su nido en dónde pasar la noche. Era tiempo de subir pues la cuesta con todos los animales ya gordos tardaba alrededor de una hora. Solo una vez se me hizo muy tarde debido a que mis borregos se revolvieron con el rebaño de otro pastor. Y ahí estábamos, metidos en un aprieto. La noche se nos vino encima. Ese día sentí miedo, pues los animales ya no querían subir sino echarse por algún lado y pasar la noche. Se oyó de pronto el ulular del búho que venía de los encinos, pero se replicaba en todos lados. Es un sonido que a uno lo pone atento. Los sentidos se dilatan. Ponía a andar al rebaño y otro ulular se escuchaba, más cerca.
—Vamos, por favor. Anden. Ya se nos vino la noche y tengo miedo —les dije a mis animalitos.
Y era verdad, sentía un miedo profundo, pero a la vez una gran responsabilidad. Tenía que llevarlos con bien. Me eché a los corderos encima de la espalda y así seguimos. Se escuchó otro ulular y el búho al fin lo pude ver. Pasó volando a escasos metros de nosotros. Se posó en un pino que estaba enfrente. Sentí cómo la sangre se me heló. Debía pasar por allá, pero no quería. Tenía mucho miedo. Otro ulular. Los perros se pusieron atentos, se agruparon enfrente del rebaño. El búho de pronto extendió sus enormes alas y voló en silencio a otro árbol más lejano. Sentí alivio. Seguimos el camino, bien juntos, con el latido del corazón que se escuchaba. Trataba de que los guajolotes no se echaran, pero lo cierto es que a esa hora ellos ya no están activos. El camino se me hizo más lento de lo acostumbrado.
Cuando ya casi llegábamos a las barrancas que están próximas al huerto se escuchó otro ulular desde atrás de nosotros. Otro escalofrío recorrió mi cuerpo. Esta vez el búho, decidido, se posó en el tepozán que estaba junto a nosotros. Los perros de inmediato comenzaron a ladrar, pero él, ignorándolos, solo me veía con esos ojos profundos como fuego. Ahí estaba, perdido en la noche con mis animalitos y este búho que nos seguía. Me echó otro vistazo y de nueva cuenta voló. Qué impresiónate es ver a esta rapaz en la oscuridad, es como si le regresara un poco de luz y, admito también misterio, a la noche.
Voló en dirección de una sombra y después se perdió. Esa sombra que se acercaba a nosotros era mi abuelito que ya iba a buscarnos. Como hombre de campo, traía su machete en la mano y en el hombro su retrocarga. No supe si lo abracé, si me eché a llorar, si hablé acaso. Solo me dijo: “hijo, ya estás con bien. Tranquilo, no te preocupes ya más”. Él se encargó de todo. Mi abuelita esperaba cerca de una fogata en el centro del patio a que llegáramos —desde ahí siempre he visto al fuego como un elemento de alarma; cuando pasa algo, se pone de inmediato fuego para alumbrar—. Me vio y corrió a darme muchos besos en mi frente. Ella, que siempre era dura, esa vez se soltó a llorar. Me abrazaba y me decía que no se hubiera perdonado si algo me hubiera pasado. Mi abuelito llevó a los animales a los corrales. Ya no les dio sino solo agua porque venían muy gordos de tanto comer. Yo temía que me regañara, pero me dijo que cómo le hacía para sacar a todos los animales sin que se perdieran.
—Ni siquiera yo me atrevo, hijo. ¿Cómo puedes llevar a los guajolotes y los borregos juntos? ¿Cómo hasta allá? Ay, hijo, eres un gran pastor. Ven, vamos a cenar que debes estar hambriento.
Cuando se metieron mis abuelitos, en secreto, les agradecí a los perros por traernos con bien. Cuando lo hacía se escuchó un ulular y, en el capulín, estaba ese búho. Supuse entonces que también le debía agradecer pues fue él quien nos guio en la densa noche. Cuando le agradecí volteó de nueva cuenta su mirada soberbia y echó a volar en dirección de La Joya. Yo me metí a casa, con mis abuelitos. Cenamos felices.
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Israel Rosey es abogado y escritor mexicano. Asiduo lector de la literatura clásica. El destino, inescrutable, lo llevó al camino de las leyes. Licenciado en derecho, con máster en Derecho y especialidad en Derechos Humanos, ambas con mención honorífica. Actualmente cursa el doctorado en Administración Pública. Profesor humanista de la Facultad de Derecho de la UNAM. Servidor público en la Cámara de Senadores. Como Juan Rulfo, tiene una necesidad por escribir. Ha colaborado en la redacción de libros, proyectos de iniciativa de ley y artículos periodísticos. Su primer libro, El bosque de las sombras, es un compendio de cuentos de literatura fantástica.