Donald Trump ha vuelto a hacerlo. Con la tinta aún fresca de sus amenazas al bloque BRICS, el presidente estadounidense anunció un arancel del 50% a todas las importaciones provenientes de Brasil, tras un altercado político con el presidente Luiz Inácio Lula da Silva. La razón no fue una disputa comercial ni un desbalance estructural. Fue, lisa y llanamente, una reacción personal frente a una diferencia ideológica y diplomática. Y ese hecho debería alarmarnos mucho más de lo que parece.
La decisión, anunciada con tono imperial, no es nueva en el estilo de Trump, pero sí representa una nueva escalada en el uso de herramientas económicas como armas políticas. El mensaje es claro: quien no se alinee con sus posturas, paga. No importa si es un aliado económico, una democracia consolidada o una potencia emergente. Lo que está en juego no son los términos de intercambio, sino la sumisión política a su narrativa de supremacía estadounidense.
La carta enviada a Lula da Silva vincula el castigo arancelario con el juicio a Jair Bolsonaro, como si la independencia del Poder Judicial brasileño debiera subordinarse a la simpatía ideológica de Washington. Se trata de un atentado, no sólo contra la soberanía de Brasil, sino contra el principio básico de autodeterminación que sostiene las relaciones entre naciones libres.
Que se utilice el desequilibrio comercial entre Brasil y EU como justificación es una excusa burda. Como bien lo señaló Lula, en los últimos 15 años, Estados Unidos ha mantenido un superávit comercial de más de 410 mil millones de dólares con Brasil. En otras palabras: si alguien ha salido beneficiado del intercambio bilateral, ha sido Estados Unidos.
La arbitrariedad de los aranceles fue confirmada por la Confederación Nacional de la Industria de Brasil, que no encontró ninguna razón económica para semejante medida. Y aquí está el punto clave: la medida no se basa en principios de justicia económica, sino en un capricho político, en un berrinche diplomático disfrazado de política de Estado.
Más preocupante aún es el contexto en el que esto ocurre. Trump también ha amenazado con imponer aranceles adicionales a cualquier país que “se alinee con las políticas antiestadunidenses del BRICS”, abriendo la puerta a una escalada de medidas proteccionistas punitivas con criterios ideológicos, no comerciales.
Si esta práctica se normaliza, el mundo continuará adentrándose en una etapa de relaciones internacionales dominadas por la intimidación económica unilateral. Es un modelo donde el más fuerte no sólo impone sus reglas, sino que castiga cualquier disidencia con sanciones diseñadas para estrangular economías.
El problema no es sólo lo que Trump hace, sino la falta de una respuesta firme de la comunidad internacional. La lógica del castigo como política exterior ya ha sido usada contra México, China, Irán, y ahora, de forma más abierta, contra una democracia latinoamericana.
El riesgo es que se imponga la narrativa de que Trump es sólo excéntrico. No lo es. Trump opera como un autócrata económico con herramientas legales. Su lógica es la del emperador que no admite que nadie le contradiga. Y si lo hacen, entonces paga el pueblo.
Brasil, por fortuna, tiene la estatura para responder. Lula no se doblegó. Dijo con claridad lo que muchos prefieren callar: “No queremos un emperador”. Y tiene razón. El mundo ya no gira alrededor de los caprichos de Washington. Los BRICS, con sus limitaciones, son una señal de ese nuevo mundo multipolar.
El problema es que, si Trump regresa a la Casa Blanca con estos impulsos sin freno, el daño puede ser aún mayor. El autoritarismo económico no debe normalizarse. Porque hoy es Brasil. Mañana puede ser cualquier país que se atreva a disentir.
El comercio internacional necesita reglas, no rabietas. Justicia, no venganzas. Porque cuando los acuerdos se convierten en armas, la diplomacia se ahoga y el mundo se encamina peligrosamente hacia la ley del más fuerte. Y en ese mundo, nadie está a salvo.